lunes, 12 de junio de 2017

Renacer. Capitulo III

Permaneció largo rato frente al escudo, tan bruñido en su parte central que le permitía contemplar su imagen aunque algo distorsionada. Adapto sus ojos a la deformación de su reflejo, se inclino hacia delante, luego hacia atrás, se puso de lado, deslizo ambas manos sobre su vientre, su pecho, su cuello; agachándose con parsimonia acaricio sus piernas, las mismas que él ingrato había jurado adorar un día, aquellas que besara con deleite en las muchas noches en que ambos se entregaran a los más deliciosos placeres. Esta vez. al recordarlo, una escalofrío ascendió por su espina dorsal, ¿Quién conseguiría hacerle sentir algo parecido a lo que él le hacía sentir con sus caricias?, sintió de nuevo la congoja y el dolor luchando por instalarse en su pecho, pero no lo permitió; tras alzarse puso ambos brazos en jarra, apoyadas las manos sobre las caderas, alzó el mentón y un sonoro ‘¡ja!’, salió casi inconscientemente de sus labios, ella fue la primera sorprendida, hacía mucho tiempo que su  garganta no emitía ningún sonido y aquel ‘¡ja!’ rotundo, evidenciaba que ella había cambiado, que ya no era la misma, que no se iba a rendir.

Aun desnuda, esquivando con gracia a sus dos compañeros felinos, empezó a andar por la estancia. Reparo en que algo parecido a una manta roída por los ratones ocultaba un punto de luz, un agujero en el muro del torreón por el que la claridad se colaba con más intensidad que por el estrecho y único ventanuco de la construcción; tiró de él con fuerza, levantando una nube de polvo y haciendo que alguno de sus bigotudos habitantes saliese en tropel o volando por los aires, los dos gatos parecieron volverse locos de repente y empezaron a perseguir a las bestezuelas, eso le hizo sonreír  de nuevo se sorprendió, porque pensaba que había olvidado cómo hacerlo.

Rodeada por el polvo que había provocado, estiró los brazos, paralelos a su cuerpo. Muy despacio dejo que éstos ascendieran, abriéndose un poco hacia los lados, con las palmas de las manos hacia arriba. Así estuvo un buen rato, hasta que la polvareda se asentó sobre el suelo de pizarra que cubría todo el recinto, minúsculas motas de polvo danzando entre los haces de luz que se colaban a raudales por el hueco; sintió como la luz inundaba su cuerpo, como solo si era capaz de salir de la oscuridad que la consumía, podría volver a sentirse viva. Y quería vivir, sentía la necesidad de demostrarse a sí misma y al mundo que ella no había fallado, que no había falsedad ni en sus actos ni en sus palabras, que ella era Medb Harbrann Nordhjerte.

De repente se sintió inmersa en un impulsivo acto de limpieza, empezó a lanzar fuera la basura que había ido acumulándose en las esquinas, en el suelo, sobre el jergón que le servía de cama. Levanto éste y de nuevo un tropel de diminutos ratoncillos salió corriendo, espantados, haciéndose a un lado de un salto los  dejo ir mientras reía, sorprendentemente de buena gana mientras veía la febril persecución de éstos por los mininos. Sacudió la lana y saco fuera el camastro, ansiosa porque los escasos rayos solares secasen las innumerables lagrimas que había vertido sobre él; barrio, sacudió, arraso con todos los objetos innecesarios, y por fin, el Torreón ya no parecía un mausoleo, era muy humilde si y estaba semiderruido, pero era su hogar ahora y quizá lo fuese durante mucho tiempo, por ello, si había decidido vivir, pensó que estaba bien hacerlo en condiciones.

Una vez dio por concluida la tarea, se dejó caer cansada sobre el banco y miró a su alrededor, ahora iluminado no sólo por la solitaria vela si no también por las rectas líneas de luz que se colaban tanto por el ventanuco como por el hueco roto de la pared, cruzándose ambos rayos en un rincón de la sala, el rincón donde reposaba Nimhain, su espada, iluminada como solo podían estarlo las armas de los Dioses, rodeada por un aura espectral formada por las infinitas motas de polvo que seguían volando suspendidas en la habitación.

Tras Nimhain se encontraban las ropas que había utilizado en tiempos de guerra; se incorporó de un brinco tras sentir la necesidad de tocarlas, se acercó a ellas ceremonial, como en un rito arcaico y olvidado y acarició las escamas de cuero de su coraza, siguió con el índice los herrajes metálicos que la adornaban y servían para ceñirla a su cuerpo, suspiro, esta vez sin dolor, podría decirse que emocionada ante la perspectiva y el firme propósito que se extendía ante sus ojos. De nuevo un recuerdo cruzó por su mente, como un latigazo, y recordó, frunciendo el ceño, que aquel a quien ella amaba sobre todas las cosas, en alguno de los actos derivados de su traición, había sustraído uno de sus arneses, quien sabe si para entregarlo como pago a cualquier fulana o para pagar alguna de sus muchas deudas. Poco importaba aquello ahora, solo eran recuerdos, recuerdos que le hacían daño y que había decidido olvidar o al menos, dejar en ese lugar apartado de la mente en el que todos deberíamos dejar aquello que nos hiere.

Sacudió la cabeza, intentando no seguir pensando en ello so pena de ceñirse su fiel espada e ir en busca del causante de su desdicha, no, no debía permitir que la ira guiase sus pasos. Él no merecía que ella se tomase la justicia por su mano, el asunto había sido tan grave que solo los Dioses, siempre justos, podían tomar asunto en ello. Y lo harían, de eso no tenía ninguna duda. Se sereno, ¿luchar contra él?, ¿aquel con quien había luchado contra todos?. Lucho  por él incluso cuando todo estaba en su contra, cuando conoció su vileza, su miseria; se había humillado ante él y pedido una y mil veces que recapacitara, que aún había esperanza, pero él no lo hizo, siguió ciego en su locura, porque sus actos, debían de estar guiados por la locura. De creerlo estúpido, nunca le hubiese amado, de saberle tan cruel, le hubiese causado repulsión. Ahora, en la distancia, pese a seguir amándole sin que ningún motivo hubiese para ello, lo único que podía sentir por él, luchando por no dejarse arrastrar por la demencia del amor, teniendo plena conciencia de sus actos, era lástima.

Negó con la cabeza, intentando convencerse a sí misma. No, no merecía la pena. Luchar contra alguien que no estuviese a la altura sería degradarse y ella no había olvidado quien era, aunque hubiese habido momentos en que lo había hecho. Torció el gesto, no se sentía orgullosa de ello. Se giro dejando atrás sus ropas, tiempo habría para lucirlas como era debido, ahora era su cuerpo y la maraña en que se había convertido su pelo lo que necesitaba una limpieza; se dirigió hacia uno de los arcones diseminados por el cuarto, inclinándose voluptuosa, lo abrió, arqueando una ceja al ver que no había errado al recordar su contenido. Finas telas bizantinas se amontonaban enrolladas en el cajón, tiro de una de ellas, una delicada seda de color verde y la colgó sobre su hombro, luego se calzo las botas y tan desnuda como su madre la trajo al mundo, salió del Torreón, bajando despacio, teniendo esta vez buen cuidado de no lastimarse, sorteando las rocas que antes dañasen sus pies hasta llegar a una diminuta cala que rodeada de enormes piedras ofrecía una entrada al mar.

Dejó la tela y las botas sobre la arena y caminando despacio se sumergió en las aguas; dejó que la sal limpiase sus heridas, permitió que las olas meciesen su cuerpo acunándolo entre ellas cual madre amorosa. Nado, se hundió y volvió a nadar, chapoteando entre la espuma como la niña que jamás quería dejar de ser. Cuando salió del liquido elemento, lo hizo como alguien nuevo, renacido, consciente de que la tristeza no la abandonaría jamás, pero dispuesta, como era el deseo de su padre Odín, a no dejarse vencer por ella.



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