domingo, 11 de junio de 2017

Torreón del Norte. Capitulo I


El dolor era tan intenso, tan desgarrador, que con cada nueva bocanada de aire sus pulmones atenazaban como una garra su destrozado corazón, sentía una opresión real y mortal, y pese a desearlo, la vida no la abandonaba. Vivir, le suponía un dolor insoportable, devastador, hubiese deseado estar muerta, muerta y olvidada, sin gloria, sin nadie que cantase sus gestas, sin pasado, presente ni futuro si con ello el dolor cesara aunque solo fuese un instante; jamás pensó que podría sentir lo que ahora mismo sentía, nunca pensó, que saberlo muerto, descuartizado por sus enemigo,  le hubiese dolido menos que saberlo un traidor…

Contemplaba el océano batir furioso las  olas bajo sus pies, en lo alto del acantilado donde, desde hacía apenas cuatro meses vivía, un lugar inhóspito y desolado, donde había encaminado sus pasos en busca de soledad tras lo acontecido. Ni por un instante dudo de su falta de culpa, siempre se rigió y encauzó su vida como lo que era, un guerrero, fiel a los suyos, valiente, entregada, tal vez no fue suficiente, tal vez. Alzo su mirada al cielo, un cielo plomizo y tan triste como sus ojos grises, ahora carentes de luz, apagados y sombríos, secos tras tantas lágrimas, intento contener la respiración, dejar de ser, de estar, incluso imagino lo que sentiría dejándose caer al vacío;  la brisa marina golpeo su rostro como si el mismo Odín, su padre, le soltase un bofetón obligándola a respirar.

‘Llora, llora hasta que no te queden lágrimas’, le pareció escuchar, 'pero jamás te rindas, y menos aún, te rindas ante un cobarde'.

Tomo aire, dejo que éste inundase su pecho hasta que no le cupiese mas, lo dejo ir, despacio, con los ojos cerrados. Se sintió mejor, al menos por unos segundos. Repitió la operación varias veces hasta que su espíritu, en comunión con el mar, se calmo. Miro una vez más el horizonte, mientras alzando su falda, dio media vuelta y regreso despacio, caminando sobre las rocas hacia el Torreón en que habitaba, un torreón medio derruido en el que apenas un haz de luz mortecina se colaba por uno de los ventanucos, con más  claridad de la que tenían sus pensamientos, que pasaban de la tristeza más extrema al odio más intenso, y pese a todo…  Varias fueron las veces que sus pies, desnudos se lastimaron con las afiladas piedras, ni siquiera lo sentía, ¿dolor físico?, ningún dolor físico es comparable al dolor del alma cuando ésta está herida tan profundamente. Llego a las desgastadas escaleras y subió, despacio, casi arrastrando sus lastimados pies, atravesó el umbral tras empujar el portón que chirrió quejumbroso acompañando su gemido el gesto de su mano, como si lo que se había convertido en su casa, se uniese con su crujido de madera a sus lamentos de loba herida. Herida sí, pero no muerta. Se llevó la mano instintivamente al amuleto que colgaba de su cuello, debía recordar eso y no olvidarlo.

Su estado actual de decadencia había comenzado el día en que tuvo la constancia de que aquel a quien ella amaba sobre todas las cosas, aquel por el cual había abandonado su mundo y sus sueños, aquel por el que habría muerto sin dudar, la había traicionado. La traición no le dolía solo por el desamor, aunque es cierto que imaginar su vida sabiendo que no volvería jamás a sentir el sabor salado de sus labios o sus fuertes brazos sujetando su cuerpo le producía una desazón punzante, dolorosa pero soportable; a fin de cuentas hombres había muchos, todos dispuestos a satisfacer sus ansias, no, no era eso lo que la había sumido en ese estado de desesperación, lo fue la desgarradora sensación, de que aquel de quien nunca habría dudado, resultase ser un hombre sin honor.

Se sentó en un banco, frente a una desvencijada mesa de madera sobre la que se acumulaban, tras noches interminables, varias velas, sin intención de encender ninguna. Solo cuando uno de los gatos que compartían su soledad saltó sobre su regazo, mimoso, sus labios se curvaron en una leve sonrisa y accedió, sin demasiadas ganas, a levantarse para tomar una brasa del fuego que ardía en medio de la sala en el que cocinaba los escasos alimentos con los que contaba, sopló ésta y sintió el calor en el rostro cuando se iluminó, inclinándose sobre la mesa  encendió una única vela, luego dejó caer con desgana la brasa al mismo lugar donde la había cogido; arrugó la nariz, un olor ocre ascendió del caldero que colgaba sobre el fuego, no le importo, volvió a sentarse en el banco y una vez más, el gato, salto a sus rodillas.


Abstraída con la tenue luz de la vela, mientras su mano acariciaba de forma mecánica el lomo del animal, recordó el porqué de su desdicha y una gruesa lagrima cayó deslizándose despacio sobre su rostro, a ésta siguieron muchas más, llevaba demasiado tiempo así, y había llegado el momento de acabar con ello, secó sus lagrimas con el reverso de la raída manga de su vestido y tomando aire una vez más, cerró los ojos y empezó a recordar, a intentar poner en orden sus pensamientos, unos pensamientos que la atormentaban y de los que tenía que desprenderse si su propósito era no morir sin gloria.


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