domingo, 11 de junio de 2017

Devotio. Capitulo II


Había oído rumores, de los que se burlo, ¿él?, jamás, jamás me traicionaría, nunca haría nada que pudiese hacerme daño, él hubiese arrasado la Tierra para protegerme, él me ama…

Cuando le conoció, el era un guerrero errante, solitario y reservado, sabía que tenía un oscuro pasado, pero no le importo, ella, que jamás había sentido lo que sintió la primera vez que lo vio, que escuchó su voz, se sintió arrastrada por un torbellino de emociones que no quiso controlar, y se sintió viva, viva!, más viva que cualquiera de las veces que se había enfrentado al enemigo, más viva que cuando el viento del norte azotaba sus cabellos, más viva de lo que se había sentido en toda su vida. No pregunto, solo amo, de una forma total y sin reservas, sin condición ni medida, como solo ama aquel que ha encontrado, o piensa haber encontrado a su igual en el mundo.

El le pidió que le acompañase y ella, enamorada ya sin remedio, lo hizo. Le acompaño a un lugar que no le gustaba, pero que junto a él, le parecía el mejor lugar sobre la tierra, donde las flores lucían los colores más hermosos y los pájaros cantaban al amanecer cuando éste los sorprendía amándose, devorándose como jamás lo ha hecho nadie. Ella, que siempre renegó del amor, estaba enamorada de aquel que no conocía y del que tantas veces pensó en cómo pudo  vivir hasta que le conoció.

El no fue el mejor de sus amantes, pero si a quien ella amo por encima de todo y de todos, incluso por encima de ella misma. Eso fue lo que la perdió y a la vez lo que la hizo única.

Transcurrieron los días, los meses, los años; no hubo batalla en la que no participasen juntos, luchando hombro con hombro, saboreando juntos la victoria y lamiéndose después  las heridas uno al otro en la derrota. Era feliz, feliz hasta el delirio.

Una nueva punzada, los recuerdos pese a ser hermosos, cuando han sido desleales, duelen. Parpadeo tras sentir el dolor de su pérdida y cerró de nuevo los ojos, ésta vez más fuerte, para centrarse en su historia, en lo que no debía olvidar.

Le entregó sus naves, sus bienes, su vida, pero sobre todo le  entregó su alma, un alma indómita que nunca había gobernado nadie, y que él  regia, con su consentimiento absoluto, sin dobleces. ¿Qué había obtenido a cambio?, nada, absoluta y rotundamente nada, solo dolor y ganas de morir.

Le aguardo largas noches y largos días, todos aquellos en los que no pudo acompañarle, nunca salio de sus labios una sola queja, un lamento o un reproche, siempre fue consciente de que él era un guerrero y se debía a los hombres que formaban parte de sus huestes, los que le acompañaban a las guerras que lidiaba. Supo esperar cual mujer amante y paciente a que el regresara a casa, vendaba y cuidaba sus heridas, le consolaba, le alentaba. Hizo y dispuso todo aquello que creyó agradaría a sus ojos y a sus sentidos; pese a ser ella misma una guerrera y anhelar la lucha, delego su razón de ser para servirle y adorarle, para hacerle sentir que merecía la pena volver con vida al hogar, a su hogar, el hogar que habían construido con orgullo y sacrificio.

Ladeo la cabeza un poco, sin dejar de acariciar al gato, sumida profundamente en sus pensamientos; ya no lloraba, solo pensaba, parecía que lentamente los recuerdos iban acudiendo a su mente de forma nítida, algo que no le había ocurrido desde que entrase en ese estado de letargo en el que estaba sumida. Quizá su mente, incapaz de almacenar más dolor, había puesto inteligentemente fin a su sufrimiento, o al menos, lo estaba intentando. Durante días espero  la llegada de la dulce muerte, pero ésta no llegó, pensó muchas veces que su lastimado corazón no podría soportar la pena y que estallaría en mil pedazos, matándola, pero no lo hizo, siguió latiendo pese a todo, acelerándose y desacelerándose, dolido, roto, pero vivo. ‘Maldito’!, pensó más de una vez, ‘detente, deja de latir, muere’!. Pero no lo hizo.

Abrio los ojos, que parecían más serenos, se inclino hasta besar al felino en la cabeza y este respondió a la caricia restregándose contra su pecho, un pecho en el que un día luciese el nombre del amado y sobre el que ahora, rasgado, apenas se veía el costurón con el que había borrado el infame recuerdo de su piel. Ahora sólo adornaba éste, sobre sus senos, aquellos que pese a la incipiente delgadez que había adquirido en los días de duelo, seguían siendo hermosos, el símbolo de su realeza.

El gato salto al suelo y sin pensarlo aprovechó la circunstancia para ponerse en pie, sacudió sus ropas y se desprendió de ellas con  gesto brusco, como si la molestasen, se quedo desnuda, sucia y despeinada, pero ya no tenía dudas. Dio una patada a las ropas y éstas acabaron en el fuego, avivando éste e iluminando la estancia, tras observar ensimismada como ardían  avanzo unos pasos hasta detenerse frente al escudo que la había acompañado en mil batallas, alzo la cabeza, se seco el resto de las lagrimas con el reverso de la mano, una vez más tomo aire, apretó los labios, y asintió.


Si su Padre el de un solo ojo, Aquel que todo lo ve, no le había permitido morir, tal vez fuese porque debía de enfrentarse aún a algo para lo que no estaba preparada, para lo que nadie lo está, algo contra lo que tenía la certeza de perder y pese a todo, algo contra lo que  tenía que presentar la más fiera de sus batallas.  Algo al fin, para lo que había nacido. Era un guerrero, su vida era la guerra.


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